Debo confesar que tengo una extraña fijación con los pepinillos...podría al igual que Chinaski trabajar en una empacadora!
Vamos a ver a mi hermanito para Lissyberta
La primera vez que Cecilia vio a su madre, sacar del ropero aquel enorme bote como en el que guardaban los pepinillos en la alacena no pudo dar crédito a lo que veían sus ojos. Incluso más tarde fue incapaz de describírselo a Pedro por lo que optó llevarlo a rastras a la habitación de sus padres para que lo viera con sus propios ojos.
Cecilia era la más chica de la familia Cruz-Velarde, también era la única mujer y la más inquieta. Ella era la que se inventaba los juegos y convencía al resto de hacer travesuras. Su víctima más frecuente era su hermano, Pedro, quien fielmente la seguía a todos lados. Por su causa se rompió dos veces el mismo diente, sufrió urticaria por quemaduras de chichicaste y tuvo que ser llevado varias veces al hospital por intoxicación con sustancias desconocidas.
Él jamás cuestionaba sus planes ni siquiera cuando le proponía ir a ver a su hermanito. El hermanito del que nadie hablaba, del que todos sabían pero que era como si nunca hubiera existido. Cecilia lo había descubierto cuando un día entró sigilosa a la habitación de su madre y vio como sacaba de un cofrecito una pequeña llave dorada. Y mientras rodaban las lágrimas por sus ojos abría el enorme ropero que estaba colocado en una esquina de la habitación. Cecilia veía como le temblaba la mano derecha al poner la mano en la cerradura y como instintivamente se llevaba la izquierda al pecho. El silencio era absoluto. Ella podía escuchar la llave dando vuelta en la cerradura oxidada, click, la barrera estaba superada, luego el crujir de las bisagras de la primea hoja. La habitación fue invadida por una bocanada de aire viciado escupida desde el interior del ropero. Su madre nuevamente se llevó la mano al pecho. Por último la última defensa, la hoja izquierda de aquel monumental mueble de madera negra. Allí frente a las divisiones de madera su madre juntó las manos en oración y soltó un suspiro. Luego tomó un objeto y lo sujetó contra ella con gran fuerza. Cecilia no podía creer lo que estaba viendo y salió corriendo en busca de Pedro. Moría por contarle. Pedro no le creyó. Seguramente era otra de las historias de Cecilia.
Pasaron varios días y ella esperaba el momento adecuado para ir hasta el ropero y mostrarle a Pedro aquel bote como en el que su madre guardaba los pepinillos encurtidos que tanto le gustaban. El jueves de esa misma semana su madre tuvo que salir y fue cuando sin pensarlo tomó a Pedro de la camisa y lo llevó hasta la habitación. Sacó la llave del cofre y se dispuso a abrir el ropero. Ella lo hizo sin cuidado y sin llevarse la mano al pecho. Eso sí ambos tuvieron que taparse la nariz cuando salió del ropero el inolvidable olor a rancio del ropero. Y allí estaba, la prueba que habían tenido un hermanito. Tal como lo dijera Cecilia en un bote enorme, como en el que su madre guardaba los pepinillos estaba flotando un hombrecito como ella le llamaba, con ojitos, boquita y hasta pelo. Pedro soltó un grito aterrador, aquel hombrecito no podía ser su hermanito. Claro que sí le dijo él es nuestro hermanito, y le llamaremos Juan.
Así pues las más temibles palabras que escuchara Pedro en su infancia fueron: Vamos acompáñame a ver a nuestro hermanito.
La primera vez que Cecilia vio a su madre, sacar del ropero aquel enorme bote como en el que guardaban los pepinillos en la alacena no pudo dar crédito a lo que veían sus ojos. Incluso más tarde fue incapaz de describírselo a Pedro por lo que optó llevarlo a rastras a la habitación de sus padres para que lo viera con sus propios ojos.
Cecilia era la más chica de la familia Cruz-Velarde, también era la única mujer y la más inquieta. Ella era la que se inventaba los juegos y convencía al resto de hacer travesuras. Su víctima más frecuente era su hermano, Pedro, quien fielmente la seguía a todos lados. Por su causa se rompió dos veces el mismo diente, sufrió urticaria por quemaduras de chichicaste y tuvo que ser llevado varias veces al hospital por intoxicación con sustancias desconocidas.
Él jamás cuestionaba sus planes ni siquiera cuando le proponía ir a ver a su hermanito. El hermanito del que nadie hablaba, del que todos sabían pero que era como si nunca hubiera existido. Cecilia lo había descubierto cuando un día entró sigilosa a la habitación de su madre y vio como sacaba de un cofrecito una pequeña llave dorada. Y mientras rodaban las lágrimas por sus ojos abría el enorme ropero que estaba colocado en una esquina de la habitación. Cecilia veía como le temblaba la mano derecha al poner la mano en la cerradura y como instintivamente se llevaba la izquierda al pecho. El silencio era absoluto. Ella podía escuchar la llave dando vuelta en la cerradura oxidada, click, la barrera estaba superada, luego el crujir de las bisagras de la primea hoja. La habitación fue invadida por una bocanada de aire viciado escupida desde el interior del ropero. Su madre nuevamente se llevó la mano al pecho. Por último la última defensa, la hoja izquierda de aquel monumental mueble de madera negra. Allí frente a las divisiones de madera su madre juntó las manos en oración y soltó un suspiro. Luego tomó un objeto y lo sujetó contra ella con gran fuerza. Cecilia no podía creer lo que estaba viendo y salió corriendo en busca de Pedro. Moría por contarle. Pedro no le creyó. Seguramente era otra de las historias de Cecilia.
Pasaron varios días y ella esperaba el momento adecuado para ir hasta el ropero y mostrarle a Pedro aquel bote como en el que su madre guardaba los pepinillos encurtidos que tanto le gustaban. El jueves de esa misma semana su madre tuvo que salir y fue cuando sin pensarlo tomó a Pedro de la camisa y lo llevó hasta la habitación. Sacó la llave del cofre y se dispuso a abrir el ropero. Ella lo hizo sin cuidado y sin llevarse la mano al pecho. Eso sí ambos tuvieron que taparse la nariz cuando salió del ropero el inolvidable olor a rancio del ropero. Y allí estaba, la prueba que habían tenido un hermanito. Tal como lo dijera Cecilia en un bote enorme, como en el que su madre guardaba los pepinillos estaba flotando un hombrecito como ella le llamaba, con ojitos, boquita y hasta pelo. Pedro soltó un grito aterrador, aquel hombrecito no podía ser su hermanito. Claro que sí le dijo él es nuestro hermanito, y le llamaremos Juan.
Así pues las más temibles palabras que escuchara Pedro en su infancia fueron: Vamos acompáñame a ver a nuestro hermanito.
4 comentarios:
Me gusto mucho tu relato. Traumo el niño que hay en mi.
Slds.
Fijate que una vez nos tocó hacer trabajo en grupo en la escuela y una de mis compañeras (q.e.p.d) nos dijo que a su hermanito menor, le habían cortado un dedito al nacer. Y nosotros todas curiosas no le creíamos y que nos lleva el dedito en formol que su mamá tenía guardado en el ropero.
Pasé mucho tiempo para poder comer patas de pollo.Sólo de acordarme del dedito y ahora con lo del hermanito y los pepinillos.Yiakkk!!
Volvió mi trauma señor!
Uno de los mejores de Sin Casaca, sin duda.
Gracias yo creativo, un niño interno traumado más a mi cuenta. Jaja.
Filistea, lo siento tengo una fijación con los pepinillos que apenas. Además crecer con un hermano agrónomo me hizo tener estómago para casi todo.
JP. Se agradece la visita, la lectura, el cariño.
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